Triunfa la literatura de consumo rápido: los libros fáciles y cortos, sobre todo aquellos que apenas dejan ningún rastro en el recuerdo. Lecturas, no para saborear, al contrario, para devorar. Puedes leerlas sin concentrarte demasiado porque no requieren un esfuerzo intelectual mínimo: Entretienen, pero no enriquecen, es más, anquilosan el cerebro acostumbrándolo a consumir sin esfuerzo. Como un menú de fast food barato, rápido y saciante. Alimento que se consume sin esfuerzo, pero sin aportar grandes beneficios. Calma el hambre, no cuesta mucho esfuerzo y proporciona una satisfacción momentánea. Son libros llenos de palabras sin enjundia, como bollería industrial lo está de calorías vacías, carentes de nutrientes.
Leer rápido, sin reflexión, casi sin implicación. Buscando la emoción rápida y pasajera, incapaz de sustraernos de la loca carrera de la vida diaria o el simple entretenimiento. ¿Quién tiene energías para profundizar en la especulación, saborear el contenido de un buen libro y escarbar en busca de lo que intenta transmitir el autor? ¿Cómo arriesgarnos a que nos contagie una emoción profunda, potencialmente perturbadora, que tal vez no sea tan fácil de gestionar? ¿Quién tiene tiempo y ganas de sumergirse en la introspección de una lectura de verdad?
Se lee igual que se escucha: con impaciencia por llegar al final y pensando lo imprescindible para dar una respuesta, como si de una red social se tratara. Igual que se come, engullendo para terminar lo antes posible y pasar a lo siguiente. Todo es una carrera contra el tiempo y contra la vida. Matamos el tiempo, mientras la vida se nos escapa sin pensar, sin sentir, sin vivir.