Las entradas de teatro
Cuentos de la Comunidad
Agapito no era un hombre que tuviera mucha paciencia. Aquella mañana había agarrado del cuello a dos pillastres de quince años. Los había empotrado contra la pared de la entrada de su casa.
La vecina lo observó todo. Sintió la tentación de decirle que parase, pero no quería tener que vérselas con ese hombre. Prefirió desentenderse e ir a la cocina. Llamó a su amiga Loli.
A punto estuvieron los dos chicos de perder el conocimiento ante la garra férrea del profesor de gimnasia del único instituto del pueblo. Cuando los soltó, los empujó contra la pared. Se hicieron daño, pero no protestaron. Huyeron.
—Agapito, Agapito... ¡que son menores!
—Juanita, mi querido bombón… es el único lenguaje que conocen. Casi golpean mi coche.
—Pero son menores.
—Iban con las llaves haciendo el tonto. Si me lo rayan…
—Agapitooo… Entra en casa, mi vida. Relájate. No es bueno que te alteres.
Una mujer menuda, de largos rizos rojizos y cara pecosa lo estaba observando desde lo alto de la ventana. Le lanzó al hombre un beso en la distancia. Agapito frunció el ceño; no estaba convencido. Aun miró hacia el final de la calle: podría alcanzarlos. Los dos alumnos continuaban corriendo cual liebre perseguida por una docena de galgos. Una furgoneta azul enfiló calle arriba tapándole la visión. Resignado, dirigió sus pasos hacia la escalera de entrada. En la puerta del primer piso estaba Juanita, su mujer. La besó. Intentó reemplazar todo el sentimiento de ira que todavía lo embargaba por otro distinto. No funcionó.
Ella estaba haciendo la merienda, a pesar de que el profesor nunca solía tener hambre a aquellas horas; por ella, respiraba hondo y aguantaba media hora sentado en el sofá, probando apenas unos bocados mientras escuchaba la estúpida verborrea de su mujer. El corazón le martilleaba rápido. Había sido mejor que aquellos dos alumnos se escapasen. En ocasiones, sus manos no respondían a su cabeza. No ubicaba en qué clases estaban; eso los salvaba. Si se los volviese a encontrar…
Respiró hondo unas cuantas veces sin resultado. Apretó los puños.
—Mujer, cállate... De verdad, no me interesan los problemas que tiene la vecina para quedarse o no embarazada, ni la contestación que le ha dado tu amiga al cartero cuando este la ha llamado «fresca».
—Aga…
El hombre, ancho de hombros y alto, se levantó con esa lentitud que daba miedo a su esposa. Ella prefirió callarse. Nunca le había pegado, pero en una de las paredes de la cocina había una zona hundida, recuerdo de la furia incontenida de Agapito. Con los años, cada vez era más frecuente esa faceta suya.
—Loli, esta mañana he ido a comprar al súper.
—¡Qué bien! Ojalá pudiera haberte acompañado… La cadera me está matando.
—Me lo he encontrado allí.
Durante unos instantes, solo se oyó el ruido de la estática a través del auricular del teléfono.
—¿A quién?
—A mi vecino, Loli. Ya te conté qué pasó ayer con él. Casi casi ahoga a un par de chicos. Es peligroso ese profesor, Loli.
—Aaah, ya me acuerdo. Ese hombre tiene un problema de nervios, sí.
—Pues lo encontré en el súper. Estaba con la Juanita, mira que es maja. Él hizo como que no me veía, estoy segura, pero casi mejor. Pasaron unos niños al lado. Creo que eran los mismos de ayer y él, como loco, los persiguió. A mitad calle se quedó gritando, ¡pero como un loco, Loli! Me dio miedo.
—¿Y qué decía?
—¡Qué iba a molerlos a palos!, ¿te lo crees? ¡Qué ya los pillaría! ¡Por dios, que se trasladen ya a otro barrio! No me gustan nada las voces que le da a veces a su mujer.
—Tú haz como que no oyes nada, Carmen. No te entrometas.
—Pero ¿sabes qué es lo mejor, Loli? ¡Que, al volver, alguien le había robado el coche! Si vieras cómo se puso… Tuve que contener la risa.
—¿Qué dices? ¿En seriooo?
—Como te lo cuento.
—¡Agapito, Agapito! ¡Baja, cariño! —llamó Juanita desde el tiro de la escalera—. ¡Corre!
Pasaron unos minutos. Agapito apareció envuelto en un pijama gris, con unas zapatillas de ir por casa verde rana.
—¡Iba a ducharme, Juani! —Tan pronto llegó a la calle, enmudeció.
Eran las ocho de la mañana y el día anterior denunciaron el mal trago del robo de su vehículo. Estaba convencido de que el coche acabaría en alguna cuneta con los asientos rajados y las ruedas destrozadas. No estaba preparado para verlo en la puerta de su casa.
—¡Lo he encontrado aquí al bajar a tirar la basura, cariño!
—Nuestro coche, Juani. —El hombre empezó a rodear el vehículo mirándolo por todas partes; no tenía ni un solo rasguño. No terminaba de creérselo—. Míralo, mira qué bonito es...
El profesor lo acarició. La puerta estaba abierta, así que no necesitó las llaves. Sobre el asiento había una nota: «Sentimos haberle cogido el coche. Esperamos que con esto nos perdone».
Debajo de ese papel había un sobre amarillo. Dentro, dos entradas para una obra de teatro muy cotizada. No supo cómo aquellos críos habían adivinado sus gustos, pero se sintió complacido.
—Se han cagado, Juani. ¿Ves?, los críos solo entienden este idioma y mira, nos han regalado unas entradas de teatro en primera fila.
—¡Loli! ¡Loli!
—¿Qué pasa, Carmen? Estoy haciendo la merienda a mis nietos. No puedo hablar ahora.
—¡Loli, loli!
—Diiime.
—El coche de mi vecino apareció esta mañana en su casa. ¿Y a qué no sabes qué? Se han ido esta tarde, según he escuchado, al teatro.
—En serio, no puedo hablar, Carmen.
—Espérate, no cuelgues... Ahora viene lo mejor: resulta que ha venido una furgoneta azul de esas grandes, de mudanzas.
—¿Una furgoneta?
—Sí, creo que al final los vecinos se van a mudar. Alguien ahí arriba me ha oído, Loli. No han dejado absolutamente nada en la casa. Y qué rápido lo han hecho todo. Estoy impresionada.
—Carmeeen… llama a la policía.
Commentarios :
Muy entretenida como un todo.