Niños dorados (De Carmen Hinojal Amores)
Narraciones de la Comunidad
En el borde del mundo, las lunas se mueven con la cadencia que les da la luz del fanal del Sol.
Amara y yo mismo planeamos por encima de las nubes de tormenta. Un día más en la inmensidad del espacio, mil siglos menos para que todo vuelva a ser como antes.
Las estrellas pululan como luciérnagas sobre el cielo oscuro de Nivola, el planeta más grande del sistema solar de Ariadna, la reina de las arañas que cubrió con su tela azul la atmósfera del planeta. Cuentan las leyendas que se enamoró de un cazador de dragones y que tuvieron tantos hijos como puntos de luz tiene este universo, pero le digo a Amara que solo son cuentos para adormecer a los androides cansados y que puedan descansar seguros del agobio diario.
Tenemos la facultad de amar, pero nos está prohibido hacerlo. Las máquinas han llegado a dominar cada uno de nuestros actos y solamente podemos fingir un sentimiento honorable de amistad: para nosotros eso es lo único permitido.
—¿Qué pasa contigo, Neheme? —me pregunta mi amiga más querida, mientras yo limpio el haz de luz con el que acabo de arar la tierra del cometa, para buscar en sus entrañas oro sólido.
—Tengo que llevar mi cargamento a Linerix. Se pondrá furiosa si piensa que lo he engullido, y que no quiero compartir la esencia de la vida.
Hace días que me siento extraño, como si volviera a aflorar en mi gastado cerebro positrónico la existencia mortal que un día tuve. Miro con pena el tránsito de las estrellas hacia la boca del agujero negro. Parecen una procesión de resignados esclavos, destinadas a ser el combustible que da vida a mil planetas.
El agujero negro Dulón está pariendo constantemente: por el embudo más ancho penetran los desechos de miles de mundos que explosionaron por alguna colisión y por la parte estrecha del tubo cósmico van naciendo planetas alargados que luego, al girar sobre sí mismos, se redondean achatando sus polos para ser como bolas ardientes que iluminan el nuevo universo.
—¡Sígueme! —le digo a Amara, mientras ella recoge las últimas brasas doradas para esconderlas entre sus pechos metálicos.
Ambos caminamos hacia la puerta de la vida, y dejamos sobre la larga estela de metal la cosecha diaria.
Oímos las voces exaltadas de los Niceos. Las madres acunan a los nuevos hijos, recién nacidos gracias al oro de la vida. Se mecen frente a ellos, para cantar una nana a los niños dorados. Enlazo mi mano con la de Amara, me siento padre de cada uno de ellos. De mi boca surge el hilo que los unirá a la vida, y tejo con fuerza el soplo vital que los hará moverse y existir en la cadencia de los mil días venideros. Los inmortales niños dorados poseerán la nueva Tierra. Acaba de nacer del vientre mismo del Sol, rotando con su cadencia líquida en el espacio.
Antes del principio, hubo otro principio, y la magia de los dioses dio vida a billones de universos. La guerra ya no existe entre nosotros, porque formaba parte de la esencia de los primeros humanoides. Fallamos al crearlos y darles el paraíso. Nos equivocamos, porque nosotros mismos fuimos finitos y no tuvimos el halo creador para forjar en su mente una palabra que los definiera como humanos: el amor, la prudencia, la solidaridad y la virtud para con ellos mismos. Pero no volveremos a fracasar, porque ahora conocemos la imprudencia y la avaricia, la soberbia y la insolidaridad. Las conocemos porque nosotros mismos surgimos de sus manos, y ahora, de las nuestras, ellos volverán a renacer.
Crearemos la vida Amara y yo, y a los nuevos hijos de carne y de sangre de oro los llamaremos hombres y mujeres. Esta es la máxima señal de amor que nacerá de un cerebro de robot, que un día fuera un Dios innombrable.
Autora: Carmen Hinojal Amores
Relato perteneciente a la antología de cuentos: Collage.
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